martes, 5 de diciembre de 2006

A veces es tal la decepción que siento de mí mismo que me deja sin habla. Y no es que espere grandes cosas de mí (quizá debido a eso.) Sin duda, sentimientos semejantes son la base de muchas sociopatías, de los trastornos alimentarios, y de tanta infelicidad, de tanta depresión que nos rodea.
El ambiente no ayuda, con ese afán por buscar y enseñar sin el menor pudor las bajezas del ser humano, su lado más terco y ruin. Pero todo eso es un reflejo de lo que sentimos en nuestro interior; no ganamos nada denunciando y atacando una de las manifestaciones de la enfermedad; debemos arrancar la resolución desde la raíz, desde el interior de nosotros mismos.
Lo malo es que no hay ninguna guía, ninguna palanca exterior lo suficientemente válida que opere el cambio por nosotros o con nosotros. Por eso prolifera la literatura de autoayuda, los psicofármacos y ese inmenso abanico de leyes y religiones huecas que acaban ahogando nuestros gritos de angustia, nuestras peticiones cada vez más sordas de auxilio.
Todo comienzo está en nosotros mismos. Todo cariño, todo mimo brota de nosotros y hacia nosotros va dirigido. Toda agresión, toda lástima.
Todo comienzo necesita un fin, un fin total, un dejar de mirar atrás. El ciclo debe romperse en algún punto. Implica dejar de lamentarse por lo que fue, lo que se hizo o lo que se abandonó. Implica el sacrificio de dejar de revisionar los hechos acaecidos o sus consecuencias; nos lleva a aceptar lo que tenemos y caminar hacia adelante, sin lamentos ni plegarias. Lleva asociado el perdón, el eterno perdón por no estar a la altura de nuestros sueños.
Debemos aprender a perdonarnos sinceramente. Así podremos ver en otros nuestros errores y, al reconocerlos, ser también indulgentes con ellos.
Ése es el problema, la raíz de la desesperanza, y su tratamiento.
Sólo así podermos girar la vista al sol que amanece diariamente y sentir su calor.

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