miércoles, 31 de enero de 2007

Intento integrar el mayor número de piezas de mi interior. Aquellas que tiran de mí con esas que me incitan a la inercia; las que confían en el reposo con las que son seducidas por el movimiento constante, el trabajo y la acción.
Encontrar la paz entre tantas corrientes aparentemente sin sentido entraña mucha energía, quizá más de la que hube pensado que tuviese o, más bien, la que jamás hubiera empleado si quiera.
Pero me apetece esa paz. No importa el precio, si es que lo tiene. Embarcarme en un mundo de incertidumbre (¿acaso mi vida ha llevado una dirección clara alguna vez?), con el apoyo de mis pasos y de Dios, es una aventura que me intriga, me azora, que me retrae y expande al mismo tiempo. Me apetece encontrar el punto de equilbrio en el que todo llega a vibrar con la nota más prístina, ese minuto en donde el carbón explota en diamante, ese momento álgido en el que el agua es todo a la vez: gas vapor, líquido incoloro y sólido hielo; ese instante en el que el universo queda pendiendo de un hilo de vida...
Hay días en los que me siento más osado, más crítico y poderoso. El reverso, aún en vergüenza, existe, y paga el precio de la desazón, la inseguridad y el abandono... Pero todo forma parte de la vida, todo tiene su éxtasis y su nadir, incluídas mis incertidumbres, mis indecisiones y fallos.
Quizá lo más importante sea ir dando pasos, poquito a poquito, aun sin tener la certeza de estar caminando. No importa la dirección, no importa el tiempo malgastado en la tarea... Quizá lo único real sea la tarea misma, el solo caminar.
Quizá.

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