martes, 2 de enero de 2007

Todo es sexo. Todo, voluptuosidad y placer. El roce de una mano, el aleteo de las pestañas, una boca levemente entreabierta para dar a luz una sonrisa o un beso.
Y todos jugamos con esas reglas invisibles y rígidas; obscenas por rígidas, invisibles por obvias
El punto está en por qué haberme dado cuenta tan tarde del sentido de la vida humana, y no me ocupo ahora del Sentido de la Vida, amplio como el Universo, si no del ajedrez neurótico de las relaciones humanas, en las que el sexo que se introduce o que se recibe está presente en cada movimento y en cada sílaba.
Soy un "outsider", incapaz de encontrar en nuestro idioma término más preciso. El inglés es bueno para eso: una palabra es capaz de encerrar un concepto entero, suerte de atolón que es al mismo tiempo isla y océano.
Parte de mí reestructura esos impulsos, maquilla esas ideas, torna en disfraces ridículos lo que es simple química, roce y caricia, llanto, cólera y grito. Es como si desde la trascendencia mirase hacia el paisaje, y me entrasen ganas de jugar un poco en ese campo verde, donde tantos se encuentran y desencuentran, se juzgan y se despiden con la ligereza de lo cotidiano, con la necesidad de la mayor droga humana: gustarle a alguien, gozar de alguen y después olvidarse de alguien, una y otra vez.
El deseo tiene mil rostros, todos atractivos, y pocas veces nos evita la desilusión de caer en sus trampas. El sexo es adicción no por el orgasmo que conseguimos al final, si no por el goce que sentimos al ser gustados de antemano. Nada más erótico que ser escogido: desde la pachanga de fútbol a los doce años hasta el polvo de pie en el baño de un pub atestado de orina y sudor a los trenta y seis.
Yo veo hacia los lados y me siento incapaz de abandonarme por entero a ese juego de humores. Me falta tacto, me falta cuerpo, me sobra cobardía. Y sentido común.
Siempre he sido el que se queda fuera del equipo, el último en ser escogido, el más pequeño, el más infantil. El soñador inconstante, el habitante de otro planeta, el diferente...Ése que no sale en la foto; el que ordena los platos sucios; el que todo el mundo olvida. Porque me olvido de mí mismo, me encierro en mis sentidos y acabo consumido en mis propias llamas.
Porque el amor abrasa, arrasa todo a su paso, trastoca el mundo, pone los muebles patas para arriba, ciega los oídos, ensordece al corazón y nubla a la vista, incapaz de razonar, embriagado en ese éxtasis divino de gustar, de creer, de esperar. El amor no correspondido es un choque de trenes, es una vigilia a destiempo, es un adiós que no tiene final. Es el chico que se queda fuera de la pachanga de fútbol, es la niña sin gracia algo arreglada, en la que nadie repara duante el vaiven de una fiesta; es el amigo que, queriéndolo todo de aquel que perpetúa su fiebre, se contenta con las migajas de la mesa y hace para sí un festín de amor lleno con los despojos que le ofrece el dueño de su corazón.
Todo es sexo. Y todo es corazón.
El sexo de otro. El amor de otro.
Yo sólo lo contempo desde la lejanía, cero a la izquierda, sin peso específico, cáscara abandonada en una esquina sin luz: inerte y vacío, excepto de dolor.

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